La publicidad sobrecarga a las audiencias con estímulos tan quirúrgicos como atronadores, mientras se consume a sí misma en una interminable rueda autodestructiva, búsqueda ilusoria de retroalimentarse como un Uróboros insaciable.
Mitos y leyendas del pasado
Fábula fundida con alquimia, el monstruo llamado Uróboros es una serpiente que muerde su propia cola describiendo un círculo perfecto.
Repite hacia la eternidad un renacimiento crónico donde se canibaliza para darse sustancia, cual máquina de movimiento perpetuo.
Aunque parece moverse y rodar, no cambia ni progresa, se mantiene en una órbita de eterno retorno, cíclica y cerrada.
El Uróboros simbólico encarna en el contradictorio “ser publicitario”, en su «autodigestión» porfiada, en su exigencia de restauración infinita.
La industria, enardecida por las demandas de las marcas, ebria de las mieles del juego, persiste en una reiteración agria.
Reemplaza innovación, creatividad originaria, con refritos zurcidos, anuncios catalépticos revividos a las apuradas cuando la novedad ya no impacta.
La publicidad hace siempre promesas excesivas, evaporadas en metas delirantes, envejecidas sin germinar, triviales antes de realizarse.
En su afán por la perpetuación, trastroca el pasado y lo presenta como novedad para cautivar a unas audiencias indolentes.
La metamorfosis zombi
Nada nuevo hay bajo el Sol: la historia misma de la publicidad es una cronología redundante de la reedición.
En el ADN avisador está el reemplazo expeditivo de la insurrección indomable por la resurrección dócil como recurso eficaz.
Las agencias, cautivadas por esta rutina, van al rescate de lo digerido, lo transforman, lo maquillan, lo aderezan, lo engullen.
¿Hasta cuándo lanzarán los consabidos “anzuelos” a un público inmolado en mensajes tóxicos, saturados de nociones adulteradas?
¿Cuánto esperan lograr de una presa que se descompone entre abusos, exageraciones y polución de contenidos?
¿Qué decantará de contaminar la verdad, corromper el conocimiento, falsear los sucesos, espolear la agitación, el resentimiento, la irritación?
Por lo pronto, ahí están los muertos-vivos cebados de información, semiconscientes, casi autómatas, hambrientos de contenidos y de estímulos contundentes.
Quien más, quien menos, todos somos zombis insatisfechos que caminamos sin rumbo, buscando no sabemos qué, consumiendo sin motivo.
Incosciente colectivo
Hoy, la presión globalizada por conocerlo todo y estar al tanto (hasta de lo irrelevante), se ha vuelto imperativa.
No importa la materia ni el tema, mantenerse al día en cualquier cosa, hasta la más nimia, es una compulsión.
Tampoco interesa que más información nunca se corresponda con más conocimiento, ni –menos aún– más sabiduría: es ocioso.
El mundo es una distracción, una serie de vivencia fugaces, un entretenimiento sin esencia ni sustancia que embriaga y fascina.
En el inconsciente colectivo, “perder el tren” informativo equivale a desconectarse de la maquinaria de supervivencia planetaria.
Curiosa metáfora –la del tren– que usa una imagen material bastante obsoleta para expresar una idea asaz abstracta e irrealizable.
Nos imaginamos arriba de ese tren retórico, parábola de avance, de participación, de oportunidad, de evolución.
Perderlo implica quedar aislados en la estación, varados el andén, al rezago de las tendencias del contexto donde ansiamos estar.
Salirnos de la realidad aletargada del falaz Gran Hermano omnipresente comporta sumirnos en la “orfandad social”.
El irónico kitsch contemporáneo
La “sociedad de consumo” del siglo 20 adquiría bienes y servicios a mansalva, atónita en el fragor de los medios masivos.
No lo hacía por satisfacer necesidades básicas ni por mera ambición, sino por un apremio sofocante hacia la complacencia propia.
La publicidad infundió esa cultura “kitsch” del placer, el status y el reconocimiento, que dio forma al confuso modelo actual.
Aquella estética del mal gusto cursi es la madre encubierta del estilo corrosivo, intrascendente, “cyber-retro-vintage” –igualmente frívolo– hoy en boga.
Las tecnologías aplicadas sobre la información, libres de materia física, suplantaron a la ingeniería industrialista de la era pretérita.
Asistimos a una mutación evolutiva que, sin tiempo para fermentar, levar y madurar, entra en combustión espontánea como un meteorito.
Infoxicados
Esta mutación llega de la mano de un fenómeno –previsible aunque irremediable– que algunos llaman “infoxicación”.
Es decir: la inyección tóxica, sin moderación ni límite, de volúmenes desmesurados de estímulos informativos sobre las audiencias.
Los medios se suman y potencian para acometer sobre consumidores azorados por una corrupción sensorial caótica y desaforada.
Con mensajes seductores y efectistas incentivan hábitos adictivos, conductas obsesivas, manías, compulsiones, que socavan la integridad física y mental.
Apremiados por patrones de consumo impulsivo, privados de una visión razonable y ecuánime, los públicos claudican, renuncian a poder decidir.
Ese fatídico “tirar la toalla” –metáfora boxística– de las audiencias tiene un costo oculto para la efectividad de la comunicación.
De un lado, la infoxicación nos provoca insensibilidad: purgamos y rechazamos instintivamente estímulos para eludir la sobrecarga mental.
Por otro, el ruido que se infiltra, altera y envicia nuestra matriz cognitiva, le quita percepción, interpretación y entendimiento.
Los medios apelan a causar emociones y experiencias para influir sobre esa matriz, crear conexiones, moldear percepciones y generar reacciones.
Cómo reactivarla, rehabilitarla y ponerla a andar es el dilema agónico en la pugna por captar y retener la atención.
La guerra por el posicionamiento
Sobresalir con contenidos “a medida” aún más intrusivos y sensacionalistas, en todos los espacios de la comunicación, acentúa la infoxicación.
La guerra por la prevalencia de marcas, servicios, productos, se libra en la mente del consumidor, pero ¿a qué precio?
A medida que la infoxicación aumenta, los públicos se vuelven más apáticos y más escépticos ante los mensajes publicitarios.
Esto representa el desafío más crítico para la industria, que debe improvisar constantemente para reconectarse con unas audiencias extenuadas.
Los infoxicadores fomentan, tanto como padecen, los excesos que dificultan el alcance y el impacto real de los anuncios.
Forzados a condensar el campo de batalla a la fisiología misma del sistema nervioso, se disputan las pociones del estupor.
Uróboros cerebral
La publicidad explota –de manera deliberada o instintiva– neurotransmisores y reacciones químicas cerebrales para generar atracción, dependencia y deleite.
Cual alquimista cibernética, trata de descifrar la formulación virtuosa de dopamina, adrenalina, refuerzo positivo y satisfacción instantánea para crear impacto.
La adrenalina es una hormona que prepara al cuerpo para reaccionar en situaciones de tensión, peligro, o estimulación intensa.
El peligro, las amenazas físicas, las altas temperaturas, pero también las luces, los ruidos y las emociones fuertes, la desencadenan.
Si el cerebro debe enfocar toda su potencia en permanecer alerta, atento, activo y responsivo, sale un shot de adrenalina.
Crucial para la supervivencia y el buen desempeño, la exposición recurrente y prolongada fomenta una dependencia psicológica hacia lo extremo.
Los mensajes que capturan la atención inmediata, los contenidos atrapantes o novedosos, disparan dosis más o menos elevadas de adrenalina.
Como con todo, el exceso daña, y es preciso asumir la responsabilidad de detener el aluvión antes de que desborde.
No sé lo que quiero, pero lo quiero ya
Cuando el cerebro anticipa un placer o espera una recompensa, libera dopamina, “droga del deseo, la expectativa y la excitación”.
Es un neurotransmisor, también conocido como “químico de la recompensa”, clave en la generación de atracción, deseo y consumo.
Sin embargo, se metaboliza rápido como surge, y sólo deja la urgencia por la repetición para reactivar la descarga narcótica.
Las redes sociales son intensivas en dopamina: los “me gusta”, los comentarios, las notificaciones, generan micro-recompensas activadoras en serie.
El ciclo de la dopamina vuelve a los usuarios más susceptibles a los mensajes y a la interacción pasiva forzosa.
Las campañas dirigidas a la satisfacción inmediata, “compre ahora”, “sólo por hoy”, “descuentos relámpago”, “últimas unidades disponibles”, inyectan dopamina.
Dopamina versus serotonina
La publicidad promueve compras vinculándolas a la satisfacción, ritual que activa dopamina de manera recurrente y genera un “refuerzo positivo”.
El consumidor se rinde sin oposición, y cae en un derrotero de búsqueda y recompensa que le infunde hábitos viciados.
Inducido a la incapacidad para postergar el placer, el cerebro es impaciente, intolerante a ninguna espera, nulo para disfrutar recorridos.
Una constante estimulación de adrenalina y dopamina lo habitúan a buscar impulsos intensos y cortos que consumen rápidamente la excitación.
La consecuencia más adversa es la inhibición de la serotonina, neurotransmisor del bienestar, la felicidad y la calma sostenida.
Esta dinámica limita la posibilidad de prorrogar el goce, esencial para lograr una experiencia vital profunda, satisfactoria y duradera.
En busca del equilibrio perdido
Como el Uróboros, la publicidad contemporánea está atrapada en un círculo autodestructivo que transfunde a las audiencias en estímulos desmesurados.
Del mismo modo, consume su propia sustancia empobrecida mientras intensifica viejas estrategias y agota públicos cada vez más narcotizados.
Como el Uróboros, nunca tiene suficiente para romper el ciclo de una conducta envilecida que arrastra usuarios a la dependencia.
La civilización del consumo compulsivo crónico engendra universos de “yonkies” que, empujados a la inmolación, perpetúan adicciones sin límite.
La publicidad no sólo ofrece productos: ha creado una “cultura de la satisfacción defectuosa” sumida en una espiral de desenfreno.
Acostumbrada a umbrales y niveles de estimulación crecientemente altos, necesita multiplicar potencia e intensidad de impacto para ser efectiva.
“Dealer” apremiante de bienestar efímero, derriba todas las barreras defensivas y embiste a su razón de ser: las audiencias.
¿Es posible contrarrestar el deseo anhelante de gratificación instantánea para que las personas descansen de tanta metralla hipnótica?
La hormona de la felicidad
Sea por responsabilidad social empresarial, sea por simple pragmatismo, el bienestar de los “clientes” consumidores parece una meta provechosa.
Estabilidad emocional, equilibrio fisiológico, una vida sosegada, saludable y placentera, hacen a la gente común más productiva y resiliente.
Aquí la serotonina juega un papel esencial para impulsar las capacidades de superación mental y física en el largo plazo.
A diferencia de la excitación breve y efímera de la dopamina, promueve un bienestar más sostenido, continuado y estable.
Sentimientos de calma, entusiasmo, felicidad, acompañan a niveles de serotonina oportunos que ayudan a reducir riesgos de ansiedad y depresión.
El cuerpo puede regular mejor el sueño, descansar, repararse, levantar defensas y alcanzar un estado de salud óptimo.
Individuos tolerantes a esperar, a postergar la gratificación urgente a cambio de mayores recompensas futuras, disfrutan dosis convenientes de serotonina.
Empatía, optimismo, actitudes proactivas, sensación de pertenencia, conexión social, lazos interpersonales, se vinculan con salud mental y serotonina en abundancia.
El control emocional consiguiente regula la agresividad, las conductas impulsivas, la tensión, y colabora en la toma fundada de decisiones.
Liberen al Uróboros
La publicidad podría dejar de ser instrumento de persuasión para transformarse en herramienta de estabilización genuina y duradera.
Suprimidos los deseos insaciables, los públicos tendrían a ser más coherentes, razonables y predecibles, menos ciclotímicos y erráticos.
La superficialidad, la frivolidad, la simpleza, no son sinónimas de docilidad, de disciplina, de fidelidad, sino todo lo contrario.
En lugar de la adquisición compulsiva “dopaminérgica”, los anuncios animarían al consumidor a evaluar las experiencias antes que las cosas.
Dejar de competir y comparar, para inspirar gratitud, entusiasmo, buen humor, puede más útil e impactante, y hasta más fácil.
Conciencia y determinación parecen ser las claves para revertir la tendencia y liberar al Uróboros publicitario de su infeliz cautiverio.