Aunque el pabellón original fue en realidad enarbolado por primera vez un 27 de febrero de 1812, cada 20 de junio –aniversario de la muerte de don Manuel Belgrano– la Argentina conmemora el Día de la Bandera, junto con la escarapela, el escudo y el himno, una verdadera marca nacional. Los colores de la Bandera son esenciales a ese signo que nos identifica, pero más allá de la divulgada combinación de “celeste y blanco”, no son tan conocidas la razones y la composición verdadera que hiciera el creador en el nacimiento de la Patria.
Acaso el antecedente más inmediato de la bandera argentina fueron las escarapelas celestes y blancas con que el General Belgrano había decidido identificar a las tropas bajo su mando “para evitar confusiones”, como dijo en un informe a la junta de gobierno.
El distintivo primitivo del incipiente Ejército de las Provincias Unidas del Río de la Plata era una escarapela punzó, color muy similar al que llevaban los realistas en “su rojo pabellón”.
La iniciativa comunicaba a la Junta el jueves 13 de febrero de 1812 que “éste será el color de la nueva divisa con que marcharán al combate los defensores de la Patria” y obtendría un dictamen favorable 5 días más tarde, cuando fue abolida definitivamente la escarapela roja y adoptada la propuesta por Belgrano.
El domingo 23 de febrero, el ejército del novel general comenzó a utilizar en el pecho la insignia que conocemos hoy.
Sólo 4 días después, al caer la tarde del jueves 27 sobre las orillas del Paraná, en las inmediaciones de la Villa del Rosario, donde estaban formadas 2 baterías de artillería –una en cada margen del río– Manuel Belgrano mandó izar la bandera que deberían portar sus soldados desde entonces, y que más adelante sería nuestro símbolo por excelencia en las batallas de la Independencia.
Polémica por los colores de la Bandera de Belgrano
Los colores de la bandera enarbolada aquella tarde (de cuya disposición no quedaron registros exactos, aunque se presume que constaba de una franja horizontal blanca sobre otra celeste) fueron objeto de controversia desde la propia creación.
A tan sólo 5 días de su bautismo marcial, el 3 de marzo de aquel 1812, año bisiesto, la bandera de Belgrano fue prohibida por el gobierno nacional, y se ordenó reemplazarla por “la Rojigualda” (la bandera de la marina de guerra española a partir del Real Decreto de Carlos III del 28 de mayo de 1785, más adelante la bandera nacional de España).
El Primer Triunvirato procuraba así no ofender a la Corona –de la que aún no habíamos cortado los vínculos formales– gracias a la influencia del secretario Bernardino Rivadavia, protector celoso de los intereses del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y custodio, por ende, de la fidelidad al rey Fernando VII con quien, sin embargo, estábamos en guerra.
Inadvertido de aquel mandato respecto a los colores de la bandera, y ya en la provincia de Jujuy, Belgrano celebró el 2º aniversario de la Revolución de Mayo en la iglesia matriz con un Te Deum dominical durante el cual el canónigo local Juan Ignacio Gorriti bendijo la enseña patria con el beneplácito del pueblo presente.
El viernes siguiente se envió un informe al Triunvirato, que lo devolvió al mes siguiente con una severa amonestación para el General.
La bandera dormida
“La guardaré silenciosamente para enarbolarla cuando se produzca un gran triunfo de nuestras armas”, respondió Belgrano al gobierno nacional en una carta del 18 de julio, y la entregó al Cabildo jujeño para que la ocultara.
Si bien consiguió derrotar al enemigo en la Batalla de Tucumán el 24 de septiembre de aquel año, con el Primer Triunvirato en la cuerda floja, recién el 13 de febrero de 1813 –previa aprobación de la Asamblea del Año XIII y con la condición de que sólo sería utilizada como blasón de guerra– el Ejército del Norte pudo jurar ante Belgrano fidelidad a los colores de la bandera.
Fue en la provincia de Salta, después del cruce del río Pasaje, conocido también desde entonces como Juramento.
Una semana más tarde, el 20 de febrero, Belgrano (con el Mayor General Díaz Vélez como segundo jefe) volvió a triunfar sobre las tropas del brigadier Juan Pío Tristán en la Batalla de Salta.
Por primera vez, el estandarte blanquiceleste fue usado como bandera en una contienda militar, y lo era en un acontecimiento de nuevo glorioso para el Ejército del Norte.
Al cabo de disputas que tomaron más de 3 años, los colores de la Bandera fueron establecidos como los del emblema nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata por el Congreso de Tucumán, ya declarada la Independencia del Reino de España, en 1816.
La Bandera Nacional de Nuestra Libertad Civil fue declarada Símbolo Patrio Histórico mediante la Ley Nacional 27.134 del 29 de abril de 2015.
Los verdaderos colores de la Bandera de Belgrano
La tradición escolar ha repetido desde siempre la explicación –un tanto sentimental– de que el General Manuel Belgrano se inspiró en el cielo para escoger los colores de la Bandera.
Más allá de las sensiblerías, parece plausible pensar que la elección debió ser una mixtura de preferencias: el azul-celeste y el blanco-plata eran los colores que identificaban a la Casa de Borbón, pero el General también era devoto de la Virgen de Luján cuyas vestiduras eran celestes y blancas –como el manto de la Inmaculada Concepción, de donde se derivó la presea de la Orden de Carlos III con la que serían condecorados luego los héroes de la resistencia a las Invasiones Inglesas– como lo eran además el penacho y la escarapela del Regimiento de Patricios.
Es también muy probable que, en los hechos, el azul-celeste o turquesa ideado en principio haya sido reemplazado por un color más fácil de obtener en la precariedad del Río de la Plata como el azul obtenido de la piedra llamada lapislázuli procedente de los Andes.
Pasados más de 200 años desde su creación, los colores de la Bandera suscitaban aún polémicas encendidas entre los historiógrafos, que no se ponían de acuerdo en la tonalidad del pabellón original por razones tan atendibles como que la idea de lo que hoy se conoce como celeste no era tal al momento de la creación, o que en numerosos documentos se cita al color como azul, sin dar cuenta del matiz.
“Éste será el color de la nueva divisa con que marcharán al combate los defensores de la Patria.
Con el objetivo de dilucidar la cuestión, un equipo formado por científicos del Centro de Química Inorgánica del Conicet (Cequinor) junto a investigadores de la Universidade Federal de Juiz de Fora, Brasil, estudió una pequeña muestra de hebras de la bandera de 1814 del Templo de San Francisco, en Tucumán, que muchos mencionan como la más antigua aún conservada y probablemente copiada de la original izada en Rosario y en Jujuy en 1812, y consagrada en Salta en 1813.
La conclusión, publicada en un artículo del 1 de marzo de 2017 en el fascículo 7 del 2º volumen de la revista eropea Chemistry Select bajo el título “The Colour of the Argentinean Flag” con las firmas de la Prof. Dra. Rosana M. Romano, el Dr. Rodrigo Stephani, el Prof. Dr. Luíz F. Cappa de Oliveira y el Prof. Dr. Carlos O. Della Védova, fue que las bandas superior e inferior de la bandera de San Francisco, hoy por completo desteñidas por el paso del tiempo, debieron ser de una tonalidad añil compatible con el pigmento “lapislázuli” o “azul de ultramar”.
“En conocimiento de la existencia de la bandera en la Iglesia de San Francisco en Tucumán, el día 22 de noviembre de 2013 me animé a intentar conversar con fray Marcos Porta Aguilar, guardián franciscano de la Basílica, dado que ese día la noticia sobre mi designación como Profesor Extraordinario de la Universidad Nacional de Tucumán estaba publicada en los diarios y mi visita inesperada y propuesta inusitada, la de acceder a una reliquia histórica, tendrían algún tipo de sostén. Luego, con la inestimable colaboración del padre Marcos y de la Lic. Cecilia Barrionuevo [restauradora de la Casa de Tucumán], se comenzó a transitar esta historia”, relata el Dr. Della Védova acerca del inicio de la investigación.
El estudio por fluorescencia de rayos X, espectroscopia Raman y los análisis químicos de la pieza histórica permitieron determinar el material de confección, el color original de los extremos y de la inscripción superpuesta, y el tipo de tratamiento que recibió para su preservación.
Los colores de la Bandera izada en 1812 en la ribera del Paraná –para la desilusión infantil y en concordancia con el 4º verso de la canción a la Bandera “Aurora”– eran azul ultramar y blanco.
El Día de la Bandera
Hasta 1938 no hubo una ceremonia oficial que conmemorara el Día de la Bandera en el calendario argentino, y los entretelones de cómo se llegó a asignar la efeméride son al menos peregrinos.
El principio de la historia nada tuvo que ver con el General Manuel Belgrano, postergado de la Historia, ni con el valor del símbolo en sí: más bien se trató de una cuestión casi “futbolera”.
Corría 1936, y pequeñas masas de extranjeros enfrentadas por la inminente Guerra Civil Española se disputaron las calles de Buenos Aires el domingo 1 de mayo: uno y otro bando llevaban como únicas insignias banderas argentinas en vez de pancartas.
La indignación “argenta” no se hizo esperar entre un grupo ciudadanos porteños, quienes convocaron –no nos es extraño– a una marcha de repudio por la ofensa y en desagravio al pabellón, que hoy habríamos llamado “un banderazo” por los colores de la Bandera.
Los manifestantes confeccionaron un enorme blasón de 15 metros de largo que llevaron hasta la calle Ecuador, entre Charcas y Mansilla en la Capital, que terminaron por donar luego a la Municipalidad, a cargo de Mariano de Vedia y Mitre.
El 20 de junio siguiente, el intendente dispuso izar esa bandera épica en la Plaza de la República junto al flamante Obelisco, inaugurado un mes antes, en recordación del fallecimiento del General Manuel Belgrano.
El acto se repitió con religiosidad en 1937, hasta que por fin la Ley 12.361 del 9 de junio de 1938 instituyó el feriado nacional del 20 de junio.
No faltó la oposición violenta de los conservadores, que consideraban que agregar un nuevo feriado “sería recargar el calendario de festividades, habiendo ya otros dos días [el 25 de mayo y el 9 de julio] destinados a celebraciones patrias”: una vez más, la pasión furibunda por el trabajo de quienes no son muy afectos a trabajar hacía de las suyas.
El módico fin de un héroe
Jubilado como jefe del Ejército del Perú (cargo que había ejercido entre 1816 y 1819 –ya muy enfermo– al frente de 2.400 hombres y munido de 12 cañones para cuidar la retaguardia de las tropas de Martín Miguel de Güemes), el general Manuel Belgrano había recibido un adelanto a cuenta de los sueldos atrasados que nunca consiguió cobrar.
“Triste funeral, pobre y sombrío, / que se hizo en una iglesia junto al río, / en esta capital al ciudadano, / brigadier general Manuel Belgrano.
A modo de dádiva, el gobernador de Buenos Aires Ildefonso Ramos Mejía le pagó en abril de 1820 un total de 300 pesos, como para compensar un poco los más de 13.000 que se le debían hasta el momento, y puso a su disposición 250 quintales de mercurio para que tratara de venderlos y ayudarse. Ya era tarde.
A las 7 de la mañana del 20 de junio de 1820, en la más absoluta de las pobrezas, desolado ante un país que a poco de nacido se desangraba en guerras civiles, el hombre que supo ser un precursor del periodismo argentino, abogado graduado en Salamanca y Valladolid con medalla de oro, economista notable (primer presidente de la Academia de Práctica Forense y Economía Política de la Universidad de Salamanca), promotor de la educación pública y universal, guerrero tan bravío como improvisado, empujado por una circunstancia para la que no se había preparado, innovador incansable, el salvador de la Revolución de Mayo con los triunfos de Tucumán y Salta, moría a los 50 años de modo inadvertido.
Apenas “El despertador teofilantrópico”, un periódico publicado por el cura revolucionario Francisco de Paula Castañeda (el “Gauchipolítico”, un opositor férreo a las políticas religiosas de Rivadavia que terminaría en el destierro) señalaba el “triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río, en esta capital al ciudadano, brigadier general Manuel Belgrano” a quien los diarios de la época no le dedicaron ni una línea.
“El amor a la patria y nuestras obligaciones exigen de nosotros que dirijamos nuestros cuidados y erogaciones a los objetos importantes de la agricultura e industria por medio del comercio interno para enriquecerse, enriqueciendo a la patria porque mal puede ésta salir del estado de miseria si no se da valor a los objetos de cambio… Sólo el comercio interno es capaz de proporcionar ese valor a los predichos objetos, aumentando los capitales y con ellos el fondo de la Nación porque buscando y facilitando los medios de darles consumo, los mantiene en un precio ventajoso, tanto para el creado como para el consumidor, de lo que resulta el aumento de los trabajos útiles, en seguida la abundancia, la comodidad y la población como una consecuencia forzosa”, había escrito Belgrano en el Correo de Comercio cuando todos los intereses concentrados en el Puerto llevaban a la joven nación hacia el rumbo opuesto.
Junto a la puerta del atrio de la iglesia de Santo Domingo se ubicó el cajón de madera de pino, que fue cubierto por un paño negro y tapado con cal; la mesada de mármol de la cómoda de su hermano Miguel sirvió para confeccionar la lápida que selló la tumba.