La festividad cristiana por excelencia es la Pascua –Pascua de Resurrección, Domingo de Pascua– una celebración que conmemora la vuelta a la vida de Jesucristo –el Hijo del hombre– por obra de Dios al tercer día posterior a la crucifixión que lo lleva a la muerte. Es la culminación de la Semana Santa y marca el inicio del Período Pascual que finaliza en el Domingo de Pentecostés. En más de 2 mil años, la evocación de Cristo Resucitado se ha cargado de tradiciones con profunda raigambre aun en quienes no profesan la fe cristiana.
Durante la Pascua de Resurrección –la máxima festividad cristiana– se realizan numerosas procesiones y ritos litúrgicos alrededor del mundo, que varían según los hábitos y costumbres de cada lugar, y que se han transformado a lo largo del tiempo mientras incorporaban prácticas complementarias, folclorismos que se han asimilado hasta perder de vista el significado original.
Huevos y conejos de chocolate, roscas, ensaimadas, “monas”, pasteles y dulces de diversa laya, canastas, se dan de frente con la austeridad gastronómica de la Semana Santa –en su extremo ayuno y abstinencia, en los hechos pescados y verduras con licencias generosas– a modo de desquite.
En la Argentina, las empanadas de vigilia y otras variantes del pescado infaltables a partir del Jueves Santo o antes, son sucedidas por una explosión de gula que corona el Domingo de Pascua.
Para muchas familias, la Pascua de Resurrección es el aciago día en el que concluyen las minivacaciones de Semana Santa, una de las “escapadas” turísticas con más arraigo entre los argentinos, avidez aprovechada y disfrutada por empresarios de toda la “industria sin chimeneas” de la patria (sin olvidar la preferencia porteña por Colonia del Sacramento en Uruguay, país que ha rebautizado a este período como Semana del Turismo, “Argentino”, deberíamos agregar).
No menos cierto es que una parte importante de la gente elige peregrinar de variadas maneras, reencontrarse con la fe y concurrir a las iglesias, asistir a las procesiones –Via Crucis– y comprar obsequios significativos de la religiosidad.
Buenos Aires, Córdoba, Mar del Plata, Mendoza y Rosario son las más favorecidas con el éxodo de Semana Santa, ya por la afluencia de visitantes, ya por la partida de locales, si se consideran grandes volúmenes.
Sin embargo, hay una innumerable cantidad de pequeños sitios alejados de las aglomeraciones mayores donde se refugian aquellos un poco hastiados de la vida urbana.
En la Pascua de Resurrección, lo sagrado se combina con lo profano, lo universal con lo regional, lo espiritual con lo secular, y el resultado, si bien no puede decirse que sea virtuoso, al menos es reconfortante y tranquilizador, una conjunción maravillosa del credo religioso institucionalizado con las creencias populares afirmadas en el imaginario colectivo.
Felices Pascuas
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El rito ancestral de la Pascua de Resurrección
La noche anterior a su muerte, Jesús reunió a sus discípulos para celebrar la Pascua judía en una cena –la última– que luego se instituyó como la Cena del Señor. “Sigan haciendo esto en mi memoria”, les dijo; por esa razón, los primeros cristianos celebraron la Pascua del Señor al mismo tiempo que la judía, para conmemorar la muerte del Señor Jesucristo, y no fue hasta más tarde que se llevó al domingo siguiente en celebración de Cristo Resucitado.
El emperador Constantino I fue el primer monarca romano que permitió el culto cristiano en la antigua Roma: educado en la adoración del dios Sol, “Constantino no era cristiano… no sabía qué partido tomar ni a quién perseguir”, afirmaba Voltaire; pero ante el enorme crecimiento del cristianismo –que pasó de ser menos del 0,07% en el año 150 a más del 10,5% de la población en el 300– inició un camino lento pero firme hacia la conversión, cuyo paso inicial fue convocar a un concilio ecuménico que terminara con las divisiones entre los cristianos.
Celebremos entonces nuestra Pascua con los panes sin levadura de la pureza y la verdad.
El Primer Concilio de Nicea –un sínodo que tuvo lugar entre mayo y junio de 325 en Nicea de Bitinia (ciudad de antiguo Imperio Romano, hoy İznik, en Turquía– estableció que la Pascua sea celebrada el primer domingo después de la primera luna llena de primavera del hemisferio norte, otoño del hemisferio sur, razón por la cual para los cristianos occidentales puede situarse entre el 22 de marzo y el 25 de abril del calendario gregoriano, mientras para los cristianos de oriente –sobre la base del calendario juliano– se ubica entre el 4 de abril y 8 de mayo.
La Pascua de Resurrección, Domingo de Pascua o simplemente Pascua cristiana sucede casi en consonancia con la festividad judía del Pésaj –uno de los tres Shalosh Regalim del pueblo hebreo– que evoca la liberación de la esclavitud de Egipto relatada en el Libro del Éxodo, establecida para que sea observada la noche de la primera luna llena del equinoccio de marzo, el día 15 del mes Nisán.
De hecho, la palabra Pascua nos llega a través del latín y del griego, de la palabra hebrea Pésaj, que significa literalmente “saltar o pasar por sobre”, derivada de “pashé”, paso, por el paso de Dios por Egipto, resignificada por el propio Jesús al identificar el pan y el vino como su cuerpo y su sangre. El apóstol Pablo de Tarso lo enuncia con elocuencia: “Celebremos entonces nuestra Pascua, no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad, sino con los panes sin levadura de la pureza y la verdad”.
La Pascua es, para el cristianismo todo, el paso de la muerte a la vida, a la existencia eterna y gloriosa de Jesús y de su Cuerpo –la Iglesia– que es introducida a la Vida Nueva por medio del Espíritu.
Símbolos, signos y alegorías de la Pascua de Resurrección
Los huevos de Pascua
La tradición más característica de la fiesta pascual es –demás está decirlo– el ubicuo huevo de Pascua, costumbre extendida por todo Occidente que parece tener orígenes prehistóricos: al llegar la primavera, las aves que volvían desde el sur a lo que en nuestros días es Europa comenzaban a anidar y a poner huevos; mientras esperaban a que las temperaturas más cálidas inauguraran la temporada de caza, los seres humanos se alimentaban de esos huevos, hábito que le dio la significación de celebración de la vida al asociarlos con la fertilidad de la estación.
En una amplia variedad de culturas, incluidas la Grecia y la Roma antiguas, los huevos han tenido el sentido simbólico atribuido a nuestros antepasados de las cavernas. Al extenderse el cristianismo por todo el antiguo Imperio Romano, la coincidencia de la celebración de la Pascua de Resurrección con el arribo de la primavera puede haber trasladado el arcano simbolismo de los huevos asimilado al de la “vida nueva” –la que nos da Jesús resucitado– significado de la Pascua.
Los huevos de chocolate decorados con pasta de cacao o glasé de colores, e inclusive huevos de plástico rellenos de dulces y otras variantes, son puntales del comercio de Pascua.
Es probable que, como entre los siglos IX y XVII los cristianos debían abstenerse de comer huevos durante la Cuaresma, los bañaran con parafina para mantenerlos frescos hasta la Pascua, cuando se reunían delante de las iglesias para bendecirlos y regalarlos con un sentido pío.
A lo largo de la Edad Media era muy común que al adentrarse en la primavera los feligreses se intercambiaran huevos de tortuga decorados, desviada la relación con las aves migratorias, en especial en los censos feudales para los cuales se establecía el Domingo de Pascua como día de pago.
También es admisible que, al no poder consumir huevos verdaderos por el precepto eclesiástico hicieran réplicas de azúcar –y más tarde de chocolate, después de que Cristóbal Colón llevara muestras de cacaco a los Reyes Católicos– para guardar la tradición sin romper el mandato religioso.
Las especulaciones hablan de que en épocas de Luis XIV se adoptó la idea de ornamentar los huevos para después venderlos, o en el mejor de los casos pintarlos de dorado y ofrendarlos al monarca en cestas atiborradas, aunque sobran evidencias de figuras de huevos sagrados que aparecen exaltados por ribetes decorativos en la más remota antigüedad.
Con matices, la tradición llegó hasta el presente en el que los huevos de chocolate decorados con pasta de cacao o glasé de colores, e inclusive huevos de plástico rellenos de dulces y otras variantes, sean uno de los puntales del comercio al acercarse la Pascua, cuando se regalan como golosinas sin otro sentido que el de alegrar a los niños y a los más glotones.
El conejo de Pascua
Cuenta la leyenda que un conejo mitológico, en oportunidades ataviado como para fiesta, llega para la Pascua con una canasta cargada de dulces y huevos de chocolate multicolores e inclusive juguetes –a la manera de Papá Noel– aunque no hay certeza del origen de la fábula.
Otra vez, como con los huevos, las especulaciones apuntan al valor simbólico del conejo como signo de fertilidad y, al mismo tiempo, una figura curiosa provista de patas traseras robustas –que le permiten moverse hacia arriba y adelante con facilidad– y extremidades delanteras pequeñas y débiles –que le dificultan ir hacia abajo– algo que parece venir desde mucho antes del nacimiento de Cristo; las liebres y algunas especies de conejos, además pueden concebir una segunda camada de crías mientras aún están embarazadas de la primera, los que alimenta la idea de fecundidad.
Un conejo mitológico, ataviado como para fiesta, llega para la Pascua con una canasta cargada de dulces y huevos de chocolate multicolores.
En un libro de 1682 titulado “De ovis paschalibus” (Sobre los huevos de Pascua), el médico y botánico alemán Georg Franck von Franckenau menciona por primera vez de manera escrita al conejo con la cesta, una tradición alsaciana de vieja data, aunque se dice que el origen del conejo de Pascua estaría en Sajonia.
El mitologista germano Jacob Grimm, en su libro de 1835 “Deutsche Mythologie” (Mitología Alemana) relata que la liebre, el animal de Ostara o Ēostre (de donde los anglosajones forman el sustantivo Eastern para referirse a la Pascua) era el emblema de la diosa sajona de la primavera, y propone una asociación con el conejo pascual reiterada por otros autores posteriores.
Lo cierto es que para el siglo VIII, la tradición germánica de la liebre-conejo había sido transferida a los cristianos de la región y adaptada a la fe secular a través de una leyenda un tanto curiosa que afirmaba que dentro del sepulcro que José de Arimatea destinó a Cristo había un conejo escondido al momento de colocar la piedra que cerró la entrada, el primer ser vivo en ver a Jesús Resucitado levantarse y plegar las sábanas mortuorias: al comprender que se trataba del Hijo de Dios, el conejo se sintió obligado a dar la buena nueva pero, impedido de hablar –como todos los conejos– decidió llevar hasta los hombres un huevo pintado como mensaje de vida y alegría; desde entonces, dicen, el conejo de Pascua sale a dejar huevos de colores en las casas para recordar a los hombres el advenimiento de la Vida Nueva.
Cualquiera sea la verdad, el conejo queda bajo el paraguas de marcas (tácitamente) registradas de la Pascua occidental.
La rosca y la ensaimada de Pascua
Típica en la pastelería Argentina de Semana Santa, la rosca de Pascua proviene, según algunas versiones, de Bolonia, Italia, donde los reposteros se propusieron competir con los huevos decorados a partir del retorno a tradiciones antiguas como las saturnales romanas o las peticiones y agradecimientos por la generosidad de la tierra: para eso utilizaron leche, huevos y harina, e hicieron una especie de torta redonda producto de reunir los extremos del bollo para formar un anillo que simboliza –en el imaginario posterior– la unión, la continuidad y el eterno renacer.
Es muy probable que la rosca se asimile como un pan de Pascua o una representación alimentaria de la Corona de Adviento, cuyos ingredientes, coberturas y decorados varían en cada país, al punto de existir variedades rellenas con cremas, chocolate, almendras y frutas secas o abrillantadas, recubiertas con crema pastelera –a la manera Argentina– fruta confitada y azúcar granulada y es muy común que incluya huevos duros incrustados.
La ensaiamada de Pascua –cuyo nombre de deriva del catalán saim, manteca de cerdo– llegó al Río de la Plata con la primera oleada de inmigrantes baleares a partir de 1868 con el nombre de ensaïmada de Mallorca o ñorda, un pastel de masa azucarada, leudadada y horneada hecha de harina, levadura, huevos, agua, azúcar y grasa de cerdo; su elaboración toma unos 2 días y se realiza a mano, unidad por unidad.
En la Argentina, la ensaimada agrega crema pastelera, anís, sésamo y otras especies diversas, y es una alternativa a la rosca de Pascua que se ofrece en distintos tamaños, seca o rellena –con crema pastelera, dulce de leche o mixta– en diferentes regiones, aunque la Capital Nacional de la Ensaimada es la ciudad de San Pedro, en la provincia de Buenos Aires.