Aunque durante décadas, la saludable preocupación social nos ha dicho, por las buenas o por las malas, que deberíamos reducir la ingesta de carnes, de lípidos y de hidratos de carbono, la verdad es que en este siglo consumimos un 40% más de carnes rojas, más de un 60% de grasa animal agregada en los alimentos, y casi un 40% más de azúcar de lo que la gente comía 50 años atrás. No en vano, los semáforos de la salud global nos señalan que somos menos sanos, a escala planetaria, de lo que solíamos ser. Pero, de repente, surgen las dietas antidietas para alterar las teorías clásicas, y todo se confunde.
Dietas antidietas; el interminable debate entre expertos en nutrición –que no terminan de ponerse en desacuerdo sobre los sí y los nos (todo condimentado por legiones de habladores porque pueden)– no hace más que agregar confusión al panorama, ya de por sí bastante enredado, sobre qué significa y para qué necesitamos una alimentación saludable.
Desde el punto de vista de la Responsabilidad Social Empresaria (RSE), es un mandamiento común velar por el discernimiento entre las conductas beneficiosas y las dañosas –la manera en que nos alimentamos es una muy importante– para contribuir a un desarrollo humano sostenible y equilibrado.
En la góndola del supermercado no es fácil saber cuáles son las características de los productos “diet”, “bajas calorías”, “light” ó “0%” y cómo nos favorecen.
Si contrastamos datos, vemos que en promedio la gente engulle casi un 25% más de calorías (la energía potencial contenida en los alimentos) en la década de 2010 que las que ingería durante la década de 1970, y ya entonces existía un excedente; si bien sabemos que esto es malo, por desgracia no tenemos ninguna certeza de qué tan nocivo puede ser.
Las calorías sólo nos dan una dimensión del problema, sin decirnos nada acerca de las propiedades de los comestibles.
En la góndola del supermercado no es fácil saber cuáles son las características de los productos “diet”, “bajas calorías”, “light” ó “0%”, sólo por citar a las etiquetas, y cómo nos favorecen.
En los últimos tiempos ha habido una corriente más o menos fuerte y ardorosa de opinión (nunca fundamentada con mucha claridad) que afirma que “consumimos azúcar y almidón en exceso, mientras que no nos nutrimos con las cantidades suficientes de proteínas animales” –las proteínas vegetales son consideradas de baja calidad– presentes en carnes, huevos y productos ricos en grasas. Las dietas antidietas proponen revisar los conceptos más arraigados de la nutrición.
Para radicalizar aún más las cosas, varios estudios recientes muestran que el colesterol alimentario contenido en las comidas –tal como claman las dietas antidietas– no tiene un efecto importante en los niveles finales de LDL (el colesterol “malo”) en la sangre, menos todavía si se lo compara con hábitos nocivos como el sedentarismo y las actividades estresantes –hoy en día, casi todo lo que hacemos– que multiplican la producción de tóxicos en el organismo.
Al cabo, la guerra entre los fundamentalistas de los alimentos con bajo contenido de carbohidratos y los alimentos con bajo contenido de grasas no tiene mayor utilidad al momento de proteger la salud de la población, pues la clave parce cifrarse, como siempre, en las carencias y en los abusos.
El debate está lejos de ser simple. La solución tranquilizadora parece escurrirse.
La leyenda de las dietas antidietas hiperproteicas
Las proteínas cumplen un papel esencial en nuestras vidas. Su déficit es una de las causas más importantes de enfermedades y muerte en los países subdesarrollados (donde la alimentación es pobre en aminoácidos); también, la deficiencia de proteínas tiene un alto efecto insalubre sobre las personas que realizan dietas para reducir el sobrepeso en el mundo desarrollado.
Las dietas antidietas se apoyan en que la incapacidad del organismo para almacenar proteínas –mucho menos para sintetizarlas de otros alimentos– y la necesidad imperiosa de su presencia en el desenvolvimiento de las funciones vitales, nos vuelve por entero dependientes de su consumo, lo cual es bastante cierto.
Las dietas antidietas en las que más del 20% de las calorías proviene de proteínas de origen animal elevan de manera notable los riesgos de mortalidad prematura por enfermedades cardiovasculares, diabetes y cáncer.
No obstante, tampoco son la panacea. Como no pueden conservarse en el cuerpo, las proteínas que no se consumen se convierten en azúcares y en ácidos grasos gracias a nuestros órganos nobles; el sobrante de contenido proteico, sin embargo, puede afectar a las funciones renales y hepáticas, y es responsable de la pérdida de calcio corporal, lo que repercute en la trama ósea.
Las dietas antidietas en las que más del 20% de las calorías ingeridas proviene de proteínas de origen animal –y aquí viene el enorme pero– elevan de manera notable los riesgos de mortalidad prematura (por debajo de los 65 años) por causa de enfermedades cardiovasculares, diabetes y cáncer.
Asimismo, las grasas saturadas y las grasas trans –presentes en los alimentos elaborados sobre esta base– duplican la posibilidad de sufrir de Alzheimer.
Las carnes rojas y las yemas de los huevos –al contrario que la claras, que están libres de colesterol– contribuyen por otra parte a la formación de un metabolito llamado TMAO, responsable del taponamiento de las arterias.
El exceso en el consumo de proteínas –y la carencia de carbohidratos– aumenta los niveles de insulina y de ácidos grasos en la sangre, al tiempo que impide la formación de las células que mantienen limpios a los vasos sanguíneos; las consecuencias directas son las obstrucciones arteriales, que provocan un sinfín de compromisos graves.
El problema adicional de estos regímenes reduccionistas es que, más allá de privarnos de determinadas sustancias vitales ausentes en las dietas antidietas (algo que también ocurre en las dietas vegetarianas, por cierto), las proteínas vienen acompañadas casi siempre de otras substancias perjudiciales.
Muchas enfermedades crónicas se deben a una hormona del crecimiento similar a la insulina conocida como IGF-1, cuyos niveles suben considerablemente en presencia de proteínas animales.
Los procesos de envejecimiento también se vinculan con la mTOR, una proteína negativa que puede ser bloqueada mediante una dieta compuesta, por contra, de alimentos de origen vegetal.
Las carnes rojas que promueven las dietas antidietas contienen, para colmo, cantidades altas de Neu5Gc, un azúcar que provoca inflamaciones crónicas, formación de tumores y un incremento en el peligro de contraer cáncer.
Dietas antidietas y mitos ancestrales
Había, en épocas no tan pasadas, un sistema nutricional que prohibía el consumo de carbohidratos, conocido como la “dieta de las P”: pan, papas, pastas, y postres eran los jinetes del Apocalipsis alimentario.
La consigna es efectiva, pero, ¿los resultados acompañan?
Nada es el lunes lo que parecía el domingo.
En grupos de pacientes sometidos a regímenes de reducción de de peso para conseguir un índice de masa corporal (IMC) sano, los que controlan la ingesta de grasas animales saturadas y grasas trans pierden un 67% más de grasa corporal que aquellos que lo hacen con los hidratos de carbono, una parte de lo cual obedece a que la absorción y el metabolismo ofrecen diferentes grados de dificultad.
La elaboración y las formas de consumo de los alimentos –aparte de su origen y composición– también juegan roles cardinales que requieren de una observación meticulosa.
Una dieta óptima para mantenerse saludable y prevenir enfermedades y envejecimiento debería ser:
- rica en vegetales (verduras, frutas, hortalizas, leguminosas y granos enteros, productos de la soja en estado natural);
- baja en proteínas animales (poco o nada de carnes rojas de las dietas antidietas) reemplazadas por las provenientes de legumbres;
- mínima en carbohidratos refinados (azúcares y harinas blancas);
- con suficiente cantidad de “grasas buenas” (aceites vegetales y de pescado con ácidos grasos poliinsaturados, semillas y frutos secos);
- libre de “grasas malas” (grasas saturadas animales y vegetales, grasas trans).
Las evidencias parecen indicar que nuestras abuelas tenían razón cuando decían que hay que comer de todo, pero con moderación: más calidad y menos cantidad en la diversidad, algo que se da de frente con las dietas antidietas.
Alimentarse, de todos modos, es una fracción de lo que termina por conformar nuestro estilo de vida, que además tiene que incluir al ejercicio regular, al manejo del estrés, al combate del sedentarismo, al descanso periódico adecuado –lo que incluye al sueño diario profundo– y los hábitos de conducta saludables.
Un cambio progresivo y sistematizado de las costumbres malsanas, pese a las dificultades y la falta de información concisa y concreta:
- reduce (y hasta elimina) la necesidad de tomar medicamentos;
- disminuye, detiene, e incluso revierte la progresión de enfermedades, y previene la aparición de otras nuevas;
- puede llegar a alterar determinados genes para activar a los que nos mantienen sanos y desactivar a los que promueven afecciones, hasta el punto de extender las terminaciones de los cromosomas que dominan al envejecimiento, los telómeros.
Aunque la vida no vaya a prolongarse de un modo tan considerable, la calidad y el bienestar pueden volverla más digna agradable.
La RSE ante las dietas antidietas
A veces no nos damos cuenta de que la mayoría de las prácticas íntimas, por nimias que parezcan, son relevantes en lo social. Un individuo disfuncional en su ámbito privado conlleva trastornos que afectan su desempeño y su relación con el entorno.
Y lo que es malo para uno, acaba por ser malo para todos.
Se necesitan 10 veces más recursos materiales, humanos y de capital para producir la misma cantidad de energía nutriente mediante la ganadería, que a través de la agricultura.
Mientras más personas adhieran al compromiso de una alimentación sana y responsable, más y mejor será la calidad de vida personal y colectiva, se necesitarán menos substancias medicinales, se reducirán los gastos en prevención, diagnóstico y tratamiento de enfermedades, y el rendimiento colectivo será superior.
Y lo que es bueno para la personas, termina por ser bueno para el Planeta.
En términos productivos, se necesitan 10 veces más recursos –materiales, humanos y de capital– para producir la misma cantidad de energía nutriente mediante la ganadería, que a través de la agricultura. Si consideramos que un tercio de las proteínas que demandamos hoy tienen su origen en el ganado, la ecuación preocupa.
La producción ganadera, por sí sola, genera además más alteraciones climáticas y de los ecosistemas que todas las formas de trasporte combinadas, sin tomar en cuenta que también es intensiva en fletes, y que necesita de caminos de acceso profusos e instalaciones significativas para la totalidad de los procesos involucrados, desde la fecundación hasta la elaboración final.
En una perspectiva planetaria, las actividades relacionadas con la ganadería producen el 18% de las emisiones de gases que incrementan el efecto invernadero en proporciones alarmantes:
- el 9% del Dióxido de Carbono liberado al medio ambiente por el hombre es provocado por la ganadería;
- el 35% de todo el Metano generado por las actividades humanas se debe, en un 80%, al proceso digestivo de los rumiantes (un bovino produce unos 280 litros de metano por día);
- el 64% de la transferencia de Amoníaco a la atmósfera procede de la explotación pecuaria;
- el 65% de la producción antropogénica –de origen humano– de Óxido Nitroso resulta de la explotación.
El ganado degrada a la vegetación (natural o implantada) y lleva al deterioro de los suelos, la erosión por vientos y lluvias, la pérdida de fertilidad porque no se reponen las substancias extraídas por el consumo animal, la ruptura de las cadenas tróficas, la reducción de la biodiversidad (tanto de la flora como de la fauna silvestre); necesita, más allá de pasturas abundantes, grandes cantidades de agua dulce limpia para consumo propio y para desarrollar el forraje de que se nutre; los químicos usados para combatir enfermedades y plagas, o para estabilizar a los terrenos extenuados, contaminan al entorno; y no son para nada alentadoras las consecuencias a largo plazo del mejoramiento genético para aumentar la productividad animal.
Una alimentación apuntalada por la agricultura en sus formas menos agresivas para el ambiente –y para el ser humano, valga la alusión oportuna– y por actividades extractivas “suaves”, como la pesca controlada o la reproducción de especies en criaderos orgánicos, aparte de más sana, ayuda a conservar la armonía de los ecosistemas, tópicos esenciales de la RSE.
La publicidad puede y debe ofrecer su auxilio desde la responsabilidad social empresaria de afrontar estas temáticas y ejercer una influencia benéfica mediante la ponderación de los contenidos y de los mensajes.
Dietas antidietas: como pasa con las modas, la pelea continúa.
El acuerdo, de todas formas, parece centrarse en el predominio de los alimentos vegetales enteros (no molidos, ni postprocesados), con una moderada cantidad de productos selectos de origen animal, como base central de la ingesta universal, adaptada, como es lógico, a cada circunstancia cultural, geográfica, climática, étnica e individual.
Para la RSE es primordial el brindar apoyo a las personas y a las organizaciones, mediante un compromiso público sostenido de colaboración, a través de políticas que logren que la actividad física periódica y los hábitos alimentarios saludables sean factibles y fácilmente accesibles a toda la población.