El 1 de mayo –antes Primero de Mayo en castellano– es el Día Internacional de los Trabajadores a partir de la celebración del Congreso Obrero de la Segunda Internacional Socialista de 1889 que lo instauró como tal. La conmemoración se expandió a la mayoría de los países, en principio como una jornada de solidaridad y luto, aunque con el paso de los años cobró características de festejo y se volvió el día por excelencia para la evocación de la lucha por los derechos del movimiento obrero en todo el mundo. En la Argentina, como siempre sucede, adquirió tintes que se alteraron conformes a los giros de la historia.
En nuestro país, el Día Internacional de los Trabajadores (o más comúnmente Día del Trabajador) es una circunstancia festiva que se aprovecha para descansar y disfrutar del día, si el tiempo lo permite, aunque desde mediados del siglo 20 ha sido usufructuada por los movimientos sindicales y los partidos políticos mayoritarios para recordar la importancia de la reivindicación de los derechos laborales.
“No se mueven nuestros hermanos para obtener aumentos de salarios, casi siempre inútiles porque se elevan después los artículos de primera necesidad, sino en demanda de que las ocho horas de producción no sean más que ocho.
Claro que la celebración en la Argentina reconoce orígenes muy anteriores: ya el 1 de mayo de 1890, al año siguiente de la consagración del Congreso de la Segunda, los trabajadores concurrieron en masa –para la época– a los actos en reclamo de la jornada de trabajo de 8 horas que se llevaron a cabo en plena Recoleta en Buenos Aires.
Argentina fue en aquel entonces el único caso en toda América Latina, lo que se explica por la temprana organización de los sindicatos a partir de la llegada de los inmigrantes europeos con ideas anarquistas, izquierdistas y socialistas sobre el último tercio del siglo 19.
Ese día, fogoneada desde el club obrero alemán Vowarts –que significa Adelante– (donde solían discutir de manera interminable sobre organización y metodología socialistas y anarquistas) la reunión callejera congregó a miles –las estimaciones, según la fuente desde donde provengan, hablaban de entre 1.500 y 2.000 personas– de trabajadores.
El manifiesto, dirigido “a todos los trabajadores de las repúblicas del Plata”, comenzaba de modo contundente respecto a los motivos del movimiento: “La Europa entera y la república de Estados Unidos se preparan para la gran festividad del primero de mayo del corriente año. No se mueven nuestros hermanos para obtener aumentos de salarios, casi siempre inútiles porque se elevan después los artículos de primera necesidad, sino en demanda de que las ocho horas de producción no sean más que ocho”.
Hubo un total de 15 oradores, quienes hablaron a la multitud en castellano, italiano, francés y alemán, lenguas de origen de aquellos que traían al país las teorías socialistas, las doctrinas libertarias y las escuelas de formación sindical abrevadas en el Viejo Continente.
Nación paradojal, la mirada puesta en Europa reunía a pobres y ricos, nativos y extranjeros, patricios e inmigrantes, que, sin embargo, no conseguían verse entre sí.
El Primero de Mayo fue declarado feriado nacional 35 años más tarde, durante la presidencia del radical Marcelo T. de Alvear, en 1925, con el carácter de Fiesta del Trabajo.
El significado y su manifestación, la liturgia del primero de mayo, habían evolucionado lentamente desde el luto hacia la celebración, sofocadas vez tras vez las intentonas –pretendidamente– revolucionarias y, por fin, aniquilada la pretensión democrática por el golpe de estado de 1930 que destituyó al presidente legítimo Hipólito Yrigoyen y puso en su lugar al general salteño de la Alianza Libertarora Nacionalista José Félix Benito Uriburu, quien se nombró presidente y titular de los poderes ejecutivo y legislativo.
Día Internacional de los Trabajadores en la Argentina:
pesar, festejo, apatía y final
El regreso de la democracia representativa y el ascenso del coronel Juan Domingo Perón como presidente de la Nación el 24 de febrero de 1946 terminó por darle al Día Internacional de los Trabajadores connotaciones de júbilo y la celebración, que durante los primeros años expresaba rebeldía y generaba tumultos y enfrentamientos con la policía, se transformó en un acontecimiento público nacional para manifestar gratitud.
“Sea este 1° de mayo la fiesta de un gobierno y de un pueblo de trabajadores, fiesta de hermanos que se reúnen en este acto en un abrazo sincero de argentinos, sin distinción de jerarquías, ni de castas, ni de clases.
—Del discurso de Juan Domingo Perón el 1 de mayo de 1948.
Las conquistas laborales –como el aguinaldo, las leyes de protección a los trabajadores o las vacaciones pagas– promovidas por Perón (desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, primero, y desde la Presidencia de la Nación, luego) motivaron la conversión del 1 de mayo en una celebración oficial del Partido Justicialista y de los sindicatos “estatizados” en la Confederación General del Trabajo (CGT), que se escenificaría en la Meca por antonomasia del peronismo: la Plaza de Mayo en la Capital Federal.
La jornada clásica del Día Internacional de los Trabajadores, llamada “Fiesta del Trabajo y la Lealtad” reunía multitudes épicas que alternaban a la Marcha Peronista con el Himno Nacional, presenciaban un desfile de intérpretes diversos sobre el palco monumental erguido ante la Casa de Gobierno, se admiraban con procesiones de carrozas por la Avenida de Mayo, y asistían al cierre del día con la elección de la “Reina del Trabajo”.
Con el peronismo, el derecho al trabajo, a una justa distribución de la riqueza, a la capacitación laboral, a las condiciones dignas de trabajo y de vida, a la salud, al bienestar, a la seguridad social, a la protección de la familia, al mejoramiento económico y a la defensa de los intereses profesionales, fueron formalizados y más tarde incorporados a la Constitución Nacional con la reforma de 1949.
Junto con éstos, se reconocía la igualdad jurídica del hombre y la mujer, los derechos de la niñez y la ancianidad, el habeas corpus, la elección por voto directo, la autonomía universitaria y la función social de la propiedad, entre otras potestades universales.
Si bien la Reforma Constitucional promulgada durante el primer gobierno de Perón fue derogada luego del golpe de estado de 1955 y suspendidos todos sus efectos con la proclama de 1956, los derechos adquiridos por los trabajadores fueron recuperados y conservados de manera expresa en el Artículo 14 Bis de la Constitución de la Nación Argentina reformada en 1957.
“No queremos quedarnos en una queja vacía y carente de propuestas, sino avanzar en la construcción de una alternativa superadora […] capaz de unir a todas las fuerzas populares de la Argentina en un proyecto compartido […] para materializar una alianza creadora entre el trabajo y el capital.
—Luis Barrionuevo, virtual interventor del PJ.
Transcurridas 6 décadas, varios puentes han caído y otros nuevos se han levantado al paso de las aguas.
Este Día Internacional de los Trabajadores 2018 no cuenta con la organización activa ni la participación programada de los beneficiarios: la multiplicidad de actos refleja la fragmentación de los movimientos sociales y sindicales, el marasmo del Partido Justicialista virtualmente intervenido por el más que controversial gastronómico Luis Barrionuevo, y la creciente debilidad opositora ante la embestida gubernamental con su proyecto de reforma laboral en cierne.
Las potestades y las obligaciones laborales, los contratos y las leyes que los rigen, la composición y las conductas de quienes negocian a un lado y otro del mostrador del mercado de trabajo, han sido siempre más permeables a la negociación política que a la aplicación imparcial y equitativa del derecho. Las viejas luchas han sido reemplazadas por complejas operaciones, jugadas, arreglos y entendimientos arduos en extremo.
Además de estas materialidades históricas, los cambios que acompañan al nuevo milenio se traducen en mutaciones impensadas en las modalidades de organización laboral, en los papeles que caben a los individuos y en las consideraciones que quienes integran la fuerza de trabajo hacen respecto a sí y al contexto en que se desenvuelven.
Las empresas –al menos las más dinámicas y poderosas– se han transformado de manera dramática, y la estimación respecto al factor trabajo es hoy en día del todo antagónica con la valoración tradicional.
Líderes como Adidas, Adobe, Airbnb, Airbus, Alibaba, Alphabet (Google), Amazon, AMD, Apple, Audi, Blue Origin, Delivery Hero, Delta Airlines, Endeavor, Fender, General Motors, Gucci, Helix, Hilton, Houzz, Ikea, Instagram, Lego, Logitech, Marriot, Microsoft, Monotype, Netflix, Nike, Nintendo, Novartis, Patagonia, Pinterest, Reddit, Rocket Lab, Samsung, Sony, SpaceX, Spotify, Starbucks, Tesla, The Washington Post, Tommy Hilfiger, Turner, Walmart, Waze, WeTransfer, expresan modalidades inéditas en la relación capital-trabajo que tornan obsoletas a muchas de las controversias históricas del viejo capitalismo.
Las 8 horas y las 8 condenas que cambiaron al mundo
El hecho germinal de la conmemoración anual del 1 de mayo –la sentencia de los “8 Mártires de Chicago” por los hechos de Haymarket Square en 1886– ha quedado, acaso para siempre, desdibujado por la metamorfosis de la efeméride.
Era la alborada de la Revolución Industrial en EE.UU. y Chicago, la segunda ciudad más populosa del país, recibía oleadas de desocupados expulsados desde los campos de todos los confines del país que iban a confundirse con los migrantes fugitivos de una Europa en constantes crisis.
Las condiciones laborales y la vida en las grandes ciudades estadounidenses eran deplorables; la jornada de trabajo duraba, como era la usanza, un “máximo” de 18 horas, aunque en “caso de necesidad” podía extenderse sin límite.
Los obreros comenzaron a organizarse, ya por carencia, ya por influencia de los líderes inmigrantes; en octubre de 1884, el 4º congreso de la American Federation of Labor resolvió que si para el 1 de mayo de 1886 no se restringía por ley la duración de la jornada laboral los trabajadores iría a una huelga general.
La ley existía desde 1868, y había sido promulgada por el presidente Andrew Johnson (antes vicepresidente y sucesor de Abraham Lincoln luego de su asesinato) pero los estados que contaban con jornadas máximas de 8 horas permitían aumentar la duración a 14 ó 18 horas, con lo que la aplicación se volvía abstracta.
El 1 de mayo de 1886, 200 mil trabajadores comenzaron la huelga, que en el caso de Chicago se extendió en consonancia con la pésima situación de los obreros; el 3 de mayo, una compañía de policías acometió contra una concentración que se realizaba frente a una fábrica de maquinaria agrícola con una violencia tal que dejó 6 muertos y decenas de heridos.
“Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormik, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza! ¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria. Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo. Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A las armas! Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y a sus padres fusilados, en tanto que en los palacios de los ricos se llenaban vasos de vino costosos y se bebía a la salud de los bandidos del orden… ¡Sequen sus lágrimas los que sufren! ¡Tengan coraje, esclavos! ¡Levántense!”
Tal vez el horror por la brutalidad policial llevaría a la proclama que escribiría en el Arbeiter Zeitung el periodista de origen alemán Adolf Fischer, sin saber que firmaba su propia sentencia de muerte.
Haymarket, la otra Plaza
El 4 de mayo, con el permiso del alcalde de Chicago Carter Harrison (quien además concurrió al encuentro a las 19:30 y lo dio por finalizado a las 21:30) se inició un acto de protesta en la plaza de Haymarket donde 180 policías bajo el mando del inspector John Bonfield reprimieron a los más de 20 mil manifestantes cuando se dispersaban; en medio del desbande explotó una bomba lanzada por un desconocido que produjo varios lesionados y mató al agente Mathias J. Degan.
De inmediato, los uniformados abrieron fuego a mansalva sobre la multitud, con un saldo indeterminado de muertos y heridos; se declaró el estado de sitio y se dictó el toque de queda; centenares de trabajadores fueron detenidos, golpeados y torturados en los días sucesivos.
“Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro…
—José Martí, corresponsal del diario La Nación en Chicago.
La gran prensa aclamó los actos represivos y reclamó la horca para “los brutos asesinos, rufianes rojos comunistas, monstruos sanguinarios, fabricantes de bombas, gentuza que no son otra cosa que el rezago de Europa que buscó nuestras costas para abusar de nuestra hospitalidad y desafiar a la autoridad de nuestra nación, y que en todos estos años no han hecho otra cosa que proclamar doctrinas sediciosas y peligrosas”.
El 21 de junio comenzó un juicio –más tarde declarado fraudulento– contra 31 sospechosos que no contaron con las más mínimas garantías procesales y a quienes no pudo probársele responsabilidad alguna en los hechos del 4 de mayo; del cribado final resultaron condenados 8 acusados, todos ellos ligados curiosa y directamente al periodismo; durante el juicio no pudo alegarse en forma alguna la culpabilidad de los 5 que fueron sentenciados a la horca.
El 11 de noviembre de 1887, Adolf Fischer (autor de la proclama que convocaba a la marcha a Haymarket Square) de 30 años de edad; el tipógrafo alemán George Engel, de 50 años; el carpintero alemán Louis Lingg, de 22 años (que se suicidó en la cárcel para evitar la horca volándose la cabeza con un cigarro explosivo); el periodista alemán August Vincent Theodore Spies, de 31 años; y el periodista estadounidense Albert Parsons, de 39 años, acusado de arrojar la bomba (aunque luego se confirmó que no estaba en la plaza a esa hora, pero se entregó en solidaridad con sus camaradas), acabaron muertos por orden judicial y presión de los medios.
El breve relato del corresponsal de La Nación en Chicago, el cubano José Martí, describe con elocuencia el momento de la ejecución: “…salen de sus celdas. Se dan la mano, sonríen. Les leen la sentencia, les sujetan las manos por la espalda con esposas, les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero y les ponen una mortaja blanca como la túnica de los catecúmenos cristianos. Abajo está la concurrencia, sentada en hilera de sillas delante del cadalso como en un teatro… Firmeza en el rostro de Fischer, plegaria en el de Spies, orgullo en el del Parsons, Engel hace un chiste a propósito de su capucha, Spies grita: ‘las voces que van a sofocar serán más poderosas en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora’. Les bajan las capuchas, luego una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen y se balancean en una danza espantable.”