Acaso en el imaginario popular todo empezó cuando el genial inventor Thomas Alva Edison canturreó “Mary hada a little lamb, / little lamb, little lamb…” algún incierto día al promediar la segunda mitad el siglo 19, y dio comienzo sin saberlo al fenomenal negocio de la reproducción musical, conocido aún con el obsoleto nombre de industria fonográfica. Desde el anuncio de la invención el 21 de noviembre de 1877 hasta nuestros días, mucho ha pasado debajo del “Puente sobre aguas turbulentas” de la música para tus oídos. En este artículo tratamos de resumir cómo fue la evolución del negocio con los drásticos cambios en las modalidades de la comunicación de los últimos 2 siglos.

En el principio, el negocio de los derechos de reproducción se inició con los libros (por la aparición de la imprenta de tipos móviles) y no con la música. Hasta el siglo 18, a nadie (salvo a alguno que otro excéntrico) se le habría ocurrido reclamar la autoría y menos aún cobrar un canon por la reproducción de una obra cualquiera, ya fuese una pintura, una escultura, un guión teatral, una composición, una interpretación de la obra de otro.
Los creadores compartían voluntaria o involuntariamente sus obras, hasta que los libreros ingleses –no los autores, claro está– exigieron tener el derecho a perpetuidad para imprimir los escritos que compraban por peniques a los escritores, lo que dio lugar al Estatuto de la Reina Ana sobre el copyright o derecho de copia.
Lo que siguió fue una madeja de normas que hizo florecer un negocio –que en muy poco o nada beneficiaba a los artistas, sino más bien a los industriales, a los intermediarios y a los vendedores– e instituir y expandir las leyes de la propiedad hacia las creaciones, transformándolas en meros productos. De hecho, cuando se habla de cine, libros, música o teatro, se hace referencia a “la industria”.

Si durante la edad media no se hubiesen sentado las bases de la notación musical que evolucionó hasta el sistema que perdura en el presente, quizás habría sido más complejo y moroso el proceso de transformar al invento de Edison en una Gallina de los Huevos de Oro, porque el copyright se limita a la expresión, pero no abarca a las ideas: sin una notación que pusiera a la música en caracteres gráficos –por lo tanto, visibles– la industria fonográfica no habría podido reclamar más que por las letras, en el caso de que las hubiera.
La imprenta de Gutenberg dio lugar a la edición de partituras, una forma especializada de la industria editorial, que fue a lo largo de siglos el mayor negocio vinculado a la producción musical, al punto de dominar por completo la industria para el siglo 19 cuando, para los melómanos, la forma más difundida de escuchar música era comprar las partituras de los arreglos de las obras y ejecutarlas en sus hogares con la asistencia de familiares y amigos que oficiaban de músicos y cantantes.
La industria de la música para tus oídos

Como sucede a menudo, una invención que comporta un cambio tecnológico puede dar a luz a un negocio de proyecciones impredecibles, sujeto a su vez a los eventuales cambios futuros y a la sustitución de las formas de hacer negocio.
Cuando Edison inventó el fonógrafo, ya existían formas de grabar sonidos, pero faltaba una manera de reproducirlos, y ése fue su hallazgo.
Al convertir a la música en un bien físico tangible (una grabación fonográfica quedaba registrada sobre un soporte material concreto de cuya reproducción –copia– podían beneficiarse los intérpretes, los compositores, los autores, pero en particular los productores) el fonógrafo abrió las puertas al negocio de la reproducción.
Hasta entonces, los autores y compositores sólo percibían algún emolumento de quienes les encargaban las obras, de sus patrocinadores o mecenas, y en general sobrevivían como podían, pero no tenían mayores derechos sobre las interpretaciones posteriores de su creación: Mozart, uno de los músicos más geniales de la historia, murió a los 35 años en la pobreza más cruel y fue enterrado en una fosa común en el cementerio de St. Marx en Viena, con la asistencia de 4 ó 5 músicos entre quienes estaba su admirador Salieri.
Los intérpretes vivían de su trabajo como tales, y una vez finalizada la ejecución era impensable que pudiesen hacerse de bienes adicionales, por virtuosa que fuera la interpretación; además, la paga no dependía de la cantidad de personas que asistiesen a las funciones, porque se pactaba de antemano con los organizadores.
La industria fonográfica vino a alterar toda la experiencia musical tal y como era conocida hasta su lanzamiento, al diferir la escucha de la obra interpretada en vivo hasta el momento en que el oyente la reprodujera según su voluntad en el lugar que mejor le placiera.
En vez de desplazar a las audiencias hasta los sitios de ejecución, la música podía llegar hasta cada oyente, quien decidía cuándo y cuántas veces escuchar lo grabado.
La aparición del cine y la radio, primero, y la televisión, algo después, multiplicaron la reproducción, que dejó de ser una experiencia individual, o a lo sumo privada, para volverse multitudinaria y pública.
La industria moderna de la música emergió entre las décadas de 1930 y 1950, cuando las grabaciones fonográficas reemplazaron a la edición de partituras, hasta entonces el producto más importante en el negocio de la música.
Claro que, en el principio, y durante muchas décadas, el proceso de grabación y reproducción era complicado y costoso en extremo: para registrar el original –master– de una interpretación cualquiera hacían falta equipos, personal, espacios y materiales cuyos precios sólo podían ser afrontados por organizaciones grandes y poderosas; otro tanto sucedía al momento de crear copias de ese master, y todavía más dificultosa resultaba la distribución y comercialización de esas réplicas.
Con la industria de la reproducción nació y se afianzó la industria del control, la auditoría y el cobro de los gravámenes asociados a la reproducción: había que vigilar dónde, cuándo, de qué manera y cuántas veces se reproducía cada interpretación, la que a su tiempo debía tributar al tenedor de los derechos de autoría.
La industria de la música se volvió un complejo sistema conformado por distintas organizaciones, empresas e individuos que, vez tras vez, debieron sobreponerse a los verdaderos golpes que les asestaron los cambios tecnológicos que se sucedieron a partir de la comercialización minorista del fonógrafo.
Del disco de pasta a los renacidos discos de vinilo
Los primeros soportes masivos de difusión de música grabada fueron los discos gramofónicos, que dejaron de lado a los fonógrafos de cilindro de cera de Edison y de la compañía Columbia.
Se los adquiría como si fuesen juguetes u objetos curiosos, porque requerían accionar un gramófono a manivela (también conocido como “talking machine” o “máquina parlante”) para poder escuchar grabaciones paupérrimas de muy corta duración.
En vez de guardar los registros en surcos trazados alrededor de un cilindro, como el fonógrafo de Edison, lo hacían sobre la superficie plana de un disco en una espiral que iba desde la circunferencia hacia el centro, lo que los tornaba más prácticos.
Es curioso que Edison nunca abandonara su invento (el fonógrafo de cilindros de Amberol azul) que se fabricaron en cantidades menguantes y sin pena ni gloria hasta 1929.
Las grabaciones primitivas eran acústicas: los sonidos eran capturados mediante una bocina que llevaba las ondas a un diafragma que movía la aguja de corte. La técnica era problemática: los cantores debían apoyar la cara sobre la bocina, y los instrumentos de baja sonoridad (contrabajos, violonchelos, violines) eran reemplazados por otros más estridentes, al tiempo que los más sonoros eran alejados y amortiguados con paneles acústicos, con un resultado de pésima calidad.
A principios de la década de 1920 se desarrolló la tecnología de los micrófonos (basados en el teléfono de Bell y en la radio de Marconi) asociados a los amplificadores de tubos de vacío que movían un cabezal electromagnético para trazar los surcos. El cambio en la calidad a la eléctrica-electrónica fue dramático y nunca más se realizaron grabaciones acústicas.
Hacia la mitad de la década se estandarizó la velocidad de giro de los discos en 78 revoluciones por minuto (RPM) para lo cual fue preciso desarrollar motores eléctricos especiales que dependían dela frecuencia de la corriente eléctrica de cada país, aunque por los altos costos, la reproducción eléctrica completa tuvo que esperar y se mantuvo la vieja reproducción acústica hasta que la compañía Víctor (más tarde RCA) introdujo su Electrola.
La Gran Depresión de 1930 estuvo a punto de destruir por completo a la industria, pero la tecnología volvió a salvarla: RCA ideó un tocadiscos de bajo precio que podía conectarse a las radios de válvulas para reproducir música de buena calidad, y disipó los problemas.
Los discos se fabricaron de distintos materiales y tomaron dimensiones variadas; los hubo de goma dura, ebonita, goma laca o pasta (que acabó por imponerse) para responder a las necesidades de la grabación industrial y de la reproducción hogareña o radial.
Los discos de pasta, con sus virtudes, acarreaban un defecto grave: su fragilidad.

Al cabo de numerosos intentos, RCA comenzó a producir los primeros discos de laca vinílica (Vitrolac), más livianos, elásticos, resistentes y menos ruidosos que los de pasta.
Los discos de 78 RPM se vendían enfundados en sobres de papel madera con un orificio circular central que dejaba ver la etiqueta con los detalles del contenido, y se guardaban en folios apilados en álbumes similares a los fotográficos, a los que luego se agregaron cubiertas protectoras adicionales de cartulina impresa (covers) que llegaron a transformarse en verdaderas obras de arte en muchos casos.
Los discos de 78 RPM tenían, sin embargo, un inconveniente crítico: la velocidad hacía que la duración del contenido se redujera a unos pocos minutos y sólo alcanzara para un tema por cara. Por esta razón es que cuando se lanzaban varias canciones en una sola tirada era necesario venderlas en álbumes.
Los primeros discos de vinilo de baja velocidad (33 1/3 RPM para los discos de larga duración o “long play” –LP– y 45 RPM para los discos simples –SP– o sencillos) recién comenzaron a difundirse entre las emisoras y los DJ a principios de la Segunda Guerra Mundial por su elevado precio.
El primer disco de vinilo de larga duración de 12 pulgadas a 33 1/3 RPM para consumo público fue presentado por la Columbia Record Company en 1948, mientras RCA se reservaba la comercialización de los simples de 7 pulgadas a 45 RPM y reproductores automáticos que podían tocar varios discos apilados. En un caso y otro, para escuchar cada lado de los discos había que extraerlos y darlos vuelta a mano.
El vinilo trajo consigo el microestriado, que empleaba agujas de grabación y reproducción (púas) extremadamente finas (con un espesor de menos de 1/3 del de las púas precedentes), y la ecualización (balance sonoro) estandarizada RIAA.

La industria de la música dio comienzo a la industria de los reproductores electrónicos de audio (bandejas tocadiscos, amplificadores, ecualizadores, altoparlantes) y abrazó mejoras como la Alta Fidelidad (que garantizaba una reproducción de calidad “perfecta”), el sonido Estereofónico (que mejoraba la experiencia del usuario al simular las posiciones espaciales de los ejecutantes de la música en un plano horizontal), el Cuadrafónico (presentado en 1971, que emitía 4 señales de audio separadas, lo que agregaba profundidad y tridimensionalidad al sonido) y el Surround o Envolvente (que hoy es obligatorio en cualquier home theatre o smart TV).
La evolución de los sistemas de grabación discográfica redundaría con el tiempo en la sentencia de muerte para los discos de vinilo.
Muy pronto, con el desarrollo de los registros magnetofónicos (cabezales electromagnéticos que grababan sobre alambre, al principio, y sobre cintas con emulsiones de óxido de hierro en su superficie, luego) mejoró de modo sustancial la calidad del audio y se redujeron geométricamente los costos, pero esto es materia de una segunda nota en (in)formales.

Casi 80 años después de la introducción de los vinilos, la moda, la pasión vintage y el gusto exótico por las “reliquias” hicieron renacer a la industria manufacturera de estos discos, resucitada a despecho de la pobre calidad del audio y de la pésima portabilidad de los álbumes, sin contar con los elevados precios de las piezas y de los equipos de reproducción.
Al promediar la primera década del siglo 21, la demanda de discos de vinilo comenzó a presionar sobre las compañías discográficas, y volvieron a editarse con un crecimiento exponencial en las ventas: sólo en EE.UU., en 2007 se vendieron casi 1 millón de discos, en 2008 subieron a 1,88 millones, y en 2012 se alcanzaron los 4,6 millones de discos vendidos; sólo en 2015, las ventas llegaron a 11,8 millones de unidades, y un año más tarde a los 13,1 millones. ¿Hasta cuándo continuará este capricho? ¿Perdurará?