“El cliente”, dicen que decía el magnate británico Harry Gordon Selfridge, fundador de la cadena Selfridges, “siempre tiene la razón”; era su forma de motivar a los empleados para que dieran el máximo de prioridad a la satisfacción de los consumidores; corría el siglo 19 y, de este otro lado del charco, los estadounidenses John Wanamaker (pionero de la publicidad y el marketing) y Marshall Field (fundador de los prestigiosos almacenes minoristas Marshall Field’s de Chicago) taladraban las cabezas de los miembros de sus equipos con la misma frase que se popularizó y perduró hasta nuestros días como una máxima categórica. Pero, ¿es así? ¿es tan así?
El concepto de que “el cliente siempre tiene la razón” (“The customer is always right”) aboga por dar el tratamiento más serio hasta a las más mínimas quejas de los consumidores, y evitar que se sientan decepcionados, o sospechen que son víctimas de un engaño; los hace sentirse bien y cuidados, pero les abre los ojos a la atención de sus derechos. Diversificado y evolucionado, subsiste aún hoy.
Regla Nº 1: El cliente siempre tiene la razón.
Regla Nº 2: Si por alguna causa el cliente se equivoca, relea la Regla Nº 1.
Al momento de acuñarse el eslogan, el fraude, la tergiversación y la falsificación eran moneda corriente; la idea de que el cliente debía tomar todos los resguardos para asegurar la calidad de lo que compraba y descartar reclamos futuros al vendedor constituía una doctrina natural de la ley de la propiedad, conocida por la voz latina Caveat emptor (el cuidado queda a cargo del comprador).
La actitud –novedosa e influyente para la época– de responsabilizar al vendedor o al prestador de servicios (Caveat venditor) se trasladó a todos los ámbitos como una regla inapelable. En Alemania, la fórmula se engrandeció hasta considerar al cliente un soberano: “der Kunde ist König” (El cliente es el Rey). El renombrado César Ritz concibió para su cadena de hoteles el axioma “Le client n’a jamais tort” (El cliente nunca se equivoca) y lo acompañó de un código de conducta que incluía instrucciones precisas como: “Si un comensal se queja de un plato o del vino, se lo levanta y se lo reemplaza de inmediato y sin hacer preguntas”.
En teoría económica, la tesis de la Soberanía del Consumidor (expuesta de manera forma en 1936 en “Los Economistas y el Público”, de William H. Hutt) promueve la noción de que las preferencias del cliente son las que determinan a la producción de bienes y servicios. Con variaciones y giros, el marketing actual enseña que no es posible crear necesidades nuevas si éstas no preexisten ya en la cabeza de los consumidores.
Ya sobre la segunda mitad del siglo 20, David Ogilvy reflexionó, no sin un dejo de sarcasmo risueño –en alusión directa a las prácticas publicitarias de la década de 1950, plagadas de halagos demagógicos y un consentimiento desmedido hacia los consumidores– la sentencia “El cliente no es un idiota. Es tu esposa”. Los anunciantes, sostendría Ogilvy en su libro de 1964 “Confesiones de un Hombre de la Publicidad”, no deberían dudar de la inteligencia de sus clientes (algo que también cabe a los publicistas): al fin, el que escoge quiénes serán sus clientes es el proveedor, y no al revés; o en todo caso, resulta de una elección mutua parecida a un contrato conyugal.
El cliente del publicista: el anunciante
Según como se la piense, la soberanía del cliente es tanto un hecho recurrente como algo que no sucede con asiduidad. La paradoja –como el problema de “el huevo y la gallina”– parece no tener solución. Si bien es cierto que el cliente elige sobre lo que se le ofrece y no sobre lo que quiere, también es palmario que si no quiere algo, ese algo carece de todo valor.
La publicidad (como otras disciplinas que van desde la moda al diseño, desde la arquitectura a la dirección técnica deportiva) navega en el inestable piélago que es el humor del cliente, con sus remolinos y oleajes, bajamares y pleamares. Ocurre que, a la hora de tomar decisiones, todo el mundo se siente con el derecho a opinar, cuando no a juzgar o a dictar sentencia, y a decir cómo deben ser y hacerse las cosas.
El cliente del publicista es siempre un “tirano cruel” a quien, no sólo hay que convencer, sino también concederle una cuota mayoritaria en la autoría de las eventuales ideas exitosas, o sobrellevarle el insufrible “te lo dije” cuando algo no sale del todo bien, al extremo que el esforzado profesional de la comunicación llega a preguntarse por qué el anunciante recurre a él si, de antemano, ya sabe el qué, quién, cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué de lo que quiere.
Un buen publicista es aquél capaz de convencer a un anunciante de que use el dinero que no necesita para conseguir las cosas que no tiene.
Excite a la mente, y la mano buscará sola el bolsillo.
—Harry Gordon Selfridge.
En realidad, la clave parece estar en el término que cierra nuestra enumeración, es decir: de todo lo que el anunciante sabe, lo que ignora es lo que de verdad quiere; y para colmo, en una paráfrasis del inefable Luca Prodan, “no sabe lo que quiere, pero lo quiere ya”. No es fácil, claro.
Los clientes –los seres humanos, para generalizar– tienen siempre más o menos una idea (o varias) de lo que quieren. Pero tener una idea no significa saber, y saber no implica entender, que es lo que nos permite tomar decisiones razonables. Las ideas son nociones, representaciones rudimentarias, las más de las veces una mezcla de estímulos e indicios bastante vagos, aunque capaces de figurar imágenes que aparentan claridad y firmeza.
Una parte del trabajo del publicista es desentrañar cuáles de esos impulsos que conmueven a los intereses de los clientes son en efecto percibidos como señales de valor, porque ahí se cifra la clave de buena parte del asunto.
En resumen: ¿por qué no aplicar con nuestros clientes los métodos y las tácticas que empleamos con los clientes de nuestros clientes? Después de todo, los tenemos más cerca y podemos evaluarlos sin intermediarios para obtener un semblante inmediato.
En esta secuencia, la agencia india Watercrab especula sobre qué pasaría si Papá Noel fuese una agencia publicitaria:
El cliente tiene la intuición
La estrategia más poderosa que tiene una agencia frente al cliente es un anuncio con un buen argumento. El argumento más poderoso que tiene un anuncio es la verdad.
Aunque muchas veces se confundan con caprichos o arbitrariedades, las decisiones son resoluciones complejas en extremo, a las que sería irresponsable y es imposible arribar por la razón y sólo la razón; aun cuando vengan revestidas de un halo de racionalidad aparente, las decisiones siempre cargan con un enorme tributo intuitivo disfrazado de gusto, preferencia, simpatía, inclinación, propensión, tendencia, voluntad, ganas, aprecio.
La publicidad sabe, desde los inicios, que a la mente del consumidor no se llega por el camino de la inferencia ni del discurso lógico; por eso apela a la emotividad, al guiño, a la complicidad afectiva, cuando no a la sorpresa, el humor y lo absurdo. Se equivoca si cree que la conquista por sus debilidades: el cliente (y el cliente del cliente) no es un enemigo al que hay que anular, sino un aliado al que se requiere potenciar y fortalecer.
El cliente, casi nunca tiene la razón; y si la tiene, no sabe cómo usarla; o –cuántas veces ocurre– no quiere tenerla, porque prefiere una segunda opinión responsable, más autorizada. El cliente tiene más presunciones que conocimiento, más intenciones que conciencia, más deseos que argumentos.
Claro que, entre los apetitos del cliente –válganos Abraham Maslow– están presentes y en primer plano las necesidades de ser reconocido y estimado al tiempo que de reconocerse y estimarse, de saberse confiable y sentirse confiado, de aceptar y ser aceptado; por eso es que procura la autorrealización a través de la crítica, la reprobación, el comentario, la calificación, la opinión despiadada. Y no está mal. Cualquier progreso humano proviene de la insatisfacción como generadora de conductas, del inconformismo y de la independencia de juicio.
El cliente tiene algo mucho más poderoso y menos aburrido que la razón, y es esa incomodidad optimista que renace en la medida en que resuelve sus necesidades y se encamina a satisfacer otras de un grado superior, cuando perfecciona a la mera alegría para tratar de volverla felicidad plena.
La clarividencia de Selfridge et alt expresó de una manera simple, contundente y memorable (de eso se trata un eslogan) a una consideración en extremo más profunda. Queda en cada uno interpretar, estudiar y desbrozar el sentido del lema según el contexto.