
Las nuevas formas publicitarias, frutos de un mundo tan cambiante como hiperactivo, desafían normas y regulaciones y –al mismo tiempo– ponen en cuestión la siempre indócil ética de la disciplina. Desde sus inicios, la publicidad moderna ha recurrido a estrategias diversas para conseguir la atracción, fomentar el interés, estimular el deseo e intentar mover a diferentes públicos hacia la acción, con objetivos que van desde la venta de productos y servicios, hasta la imposición de candidatos políticos, el posicionamiento de marcas, o el establecimiento de estándares de conducta, en un espectro ilimitado de ámbitos y metas. El progreso y los avances tecnológicos hacen posibles migraciones aún más innovadoras, para las que surge la duda recurrente: ¿hasta dónde es lícito avanzar, y cuándo las iniciativas constituyen un retroceso moral?